¿Cuánto puede valer la inocencia?

Autora: Gata Trastornada (Valentina Jiménez)

Emma cumplió catorce años y su vida se basaba en ayudar a su madre en la peluquería, estudiar para ser la mejor de su clase y pasarla con sus amigas de toda la infancia. Su madre pasaba los días buscando trabajos para traer dinero a la casa y que no les faltara nada. Su padre apenas aparecía por la casa; tenía un buen trabajo, pero lo explotaban mucho.

Todo estaba bien hasta que conoció a Alice.

Alice tenía la mirada más linda, sus ojos eran azules, su cabello tenía un tono castaño y su aura hacía que todo el mundo la viera y sintiera su presencia. A Alice
no le importaba nada, ni los gritos de los profesores, ni las amenazas de sus compañeras del colegio. Alice hacía lo que quería y se divertía más al saber que a
la gente le disgustaba lo que hacía.

Un día, Emma vio a Alice dirigirse al baño del colegio. Al ver esto, pidió permiso al profesor para salir del salón. Entró al baño y encontró a Alice fumando un cigarrillo mientras se delineaba los ojos. Alice la miró de reojo y le dijo que tenía un maquillaje muy bonito, luego le preguntó si quería ir después de clase al centro comercial. Emma se sintió muy emocionada al pensar que la persona más popular del colegio la había invitado a salir, a lo que le dijo que sí.

Emma llegó a casa feliz, se fue a su cuarto, se arregló y salió al centro comercial. Allí se encontró con Alice y la vio robando cosas. Se asustó, pero al mismo tiempo quería sentir la adrenalina. Sin pensarlo mucho, se robó un collar de oro puro.

Después de salir del centro comercial, fueron al coliseo. Alice tenía muchos amigos allí y le ofrecieron marihuana y cigarrillos. Emma intentó mantenerse
tranquila, pero le asustaba lo que podía pasar. Alice le ofreció un cigarrillo. Emma tenía miedo, pero, aun así, accedió porque era más la curiosidad que el miedo.

Al principio, solo eran uno que otro cigarrillo escondido en los baños del coliseo. Luego vino el licor en botellas de plástico mal cerradas, después el polvito rosado que le daban en las fiestas los viernes por la noche.

Su madre empezó a notar el cambio. Las notas de Emma cada vez estaban peor, llegaba a la casa por la noche y su mirada estaba siempre perdida, como si viviera en otro mundo.

—¿Qué te pasa, Emma? —le preguntó su madre una noche—. ¿Por qué te estás volviendo así?

Emma no respondió. No tenía una respuesta.

La amistad con Alice se volvió una necesidad. Cada día, Emma necesitaba más su compañía, sus palabras y el sentimiento de saber que era su complemento.

Las drogas dejaron de ser algo ocasional. Alice siempre tenía algo nuevo para probar, algo más fuerte.

—Esto te va a hacer olvidar todo lo malo. Te vas a sentir como nunca, Emma —le dijo una noche, mientras le pasaba un polvo envuelto en un billete arrugado—. Vas a sentirte bien, como yo.

Emma aceptó. Y cayó más profundo.

Los días se hicieron pesados, el colegio le dejó de importar, las peleas en su casa se volvieron cotidianas. Su madre intentó ayudarla, intentó buscarla, pero Emma ya no la escuchaba. Solo le importaba la opinión de Alice.

Y luego llegó él.

Un hombre mayor, con tatuajes en los brazos y una barba abundante. Alice le dijo que era “buena gente”, que podía conseguirles más cosas, que tenía dinero y que solo pedía “unos pequeños favores”.

Emma lo pensó, pero no se negó.

El primer encuentro fue rápido, en medio de la noche, en un parque con luces amarillas y unos columpios dañados. No quiso pensar, no quiso sentir. Solo cerró
los ojos, negándose a sí misma lo que creía que había pasado. Cuando todo terminó, Alice la abrazó y le dijo que estaba bien.

Pero Emma no se sintió así.

Los días siguientes fueron peores. No podía verse en el espejo sin sentir asco, no podía entrar a su casa sin sentir las miradas de su madre, que reflejaban dolor y, a la vez, frustración al no saber qué más podía hacer.

Alice seguía como si nada, como si todo fuera normal. Pero Emma no podía seguir.

Una noche, después de otra pelea con su madre, decidió irse. Caminó sin rumbo por las calles hasta llegar al barrio de Alice. Pensó que, quizás, si se quedaba con ella, todo sería más fácil.

Pero cuando llegó, vio algo que la hizo retroceder.

Alice estaba con otro hombre, uno diferente, uno con una sonrisa sucia y las manos grandes e inquietas.

Emma sintió ganas de vomitar.

No podía más. No quería acabar como su amiga Alice.

Volvió a su casa cuando el amanecer apenas estaba saliendo. Su madre no había podido dormir, con los ojos hinchados y sus manos no paraban de temblar.
Cuando la vio entrar, se quedó callada y solo la abrazó.

Y por primera vez, después de tanto miedo, Emma sintió miedo de verdad. Miedo de todo lo que había hecho. Miedo de en lo que se había convertido.

Miedo de que fuera demasiado tarde para volver.