Desde que te vi

Autor: Teo V. (Mateo Vanegas Molina)

Lucía y Tomás vivían en un pequeño departamento en la zona sur de la ciudad. No tenía grandes lujos, apenas una sala con un sillón viejo que crujía cada vez que se sentaban, una cocinita de dos hornillas y un dormitorio con una cama que también chirriaba. Las paredes tenían manchas de humedad que aparecían cada vez que llovía, y la ventana del cuarto no cerraba bien desde hacía meses. Pero era suyo. Bueno, alquilado, pero al menos era su espacio, su refugio. 

Tomás trabajaba en una ferretería, seis días a la semana, por un sueldo que apenas alcanzaba para cubrir lo básico. Lucía limpiaba casas por horas, aunque cada vez le salían menos trabajos. A veces, hacían cuentas hasta tarde, con una libreta llena de números y tachaduras, tratando de estirar los billetes que parecían encogerse cada mes. 

Una noche de invierno, mientras compartían una cena sencilla —pan con queso y un poco de café negro, Tomás le dijo: 

—¿Sabes qué es lo raro? —mirándola con una sonrisa cansada— Que no cambiaría esta vida contigo por ninguna otra con más plata pero sin ti. 

Lucía se rió bajito, apoyando su cabeza en su hombro. 

—Ni yo. Aunque sí aceptaría una estufita más potente —bromeó, abrazándolo. 

No tenían casi nada, pero se tenían. Y eso era lo que más valoraban. Cada mañana, antes de salir al trabajo, Tomás le dejaba una nota en la mesa. A veces solo era un “te amo”, otras veces un dibujo torpe de un corazón o un chiste tonto. Lucía los coleccionaba en una cajita que guardaba bajo la cama. 

Los fines de semana eran su pequeño escape. No podían pagar salidas caras, así que caminaban. Caminaban por los parques, por las ferias, por los barrios más lindos de la ciudad donde se imaginaban cómo sería vivir en una casa con jardín. Se sentaban en una plaza, compartían un helado, y soñaban despiertos. 

—Un día, amor, vamos a tener nuestra casa con perritos y una cocina grande donde puedas hacer tus galletas —le decía Tomás, apretándole la mano. 

—Y tú vas a tener tu taller, con todas tus herramientas, y no tendrás que trabajar para nadie —le respondía ella. 

No sabían si ese “un día” llegaría, pero soñar no costaba nada. 

La vida, sin embargo, no se detenía. Los gastos crecían, y los trabajos se reducían. Hubo meses donde la electricidad estuvo al borde del corte, y el gas solo lo usaban para lo esencial. A veces, la cena era solo arroz con un poco de manteca. Pero aun así, ponían música en el celular y cenaban bailando. 

Una noche, después de una lluvia fuerte, el techo del baño comenzó a gotear. Lucía estaba frustrada, secando con toallas, mientras Tomás intentaba arreglarlo con un balde y cinta adhesiva. 

—Esto parece una comedia de las malas —dijo ella, empapada. 

—Sí, pero al menos estamos juntos en el desastre —contestó él, dándole un beso en la frente mojada. 

Los vecinos los querían. No porque tuvieran mucho, sino por su calidez. Siempre saludaban con una sonrisa, ayudaban cuando podían, y compartían lo poco que tenían. Cuando a doña Esther, la señora del 3°B, se le enfermó el gato, Lucía la acompañó al veterinario. Cuando Tomás necesitó una escalera, Pedro del 2°A se la prestó sin pensarlo. A veces, la riqueza está en los lazos humanos. 

Un día, Lucía recibió una oferta para trabajar en una pequeña panadería. No pagaban mucho, pero era un ingreso fijo. Y lo mejor: podía llevar pan a casa al final del día. El primer día que llegó con una bolsa llena de facturas, lo celebraron como si fuera Navidad. 

—Hoy cenamos como reyes —dijo Tomás, alzando una medialuna como si fuera una copa. 

Y en efecto, esa noche, entre risas, migas de pan y café tibio, se sintieron los más ricos del mundo. 

Pasaron los años. La situación mejoró poco a poco. No de golpe, pero sí con constancia. Cambiaron de barrio, arreglaron sus cosas, y hasta pudieron adoptar a un perro callejero al que llamaron “Chance”. 

Pero nunca olvidaron esos días difíciles. Porque en medio de todo, aprendieron una verdad que el dinero no compra: que la felicidad no siempre viene en forma de cosas, sino de momentos compartidos, de manos que no te sueltan, y de saber que, pase lo que pase, uno tiene un hogar en el corazón del otro. 

Lucía y Tomás vivían en un pequeño departamento en la zona sur de la ciudad. No tenía grandes lujos, apenas una sala con un sillón viejo que crujía cada vez que se sentaban, una cocinita de dos hornillas y un dormitorio con una cama que también chirriaba. Las paredes tenían manchas de humedad que aparecían cada vez que llovía, y la ventana del cuarto no cerraba bien desde hacía meses. Pero era suyo. Bueno, alquilado, pero al menos era su espacio, su refugio. 

Tomás trabajaba en una ferretería, seis días a la semana, por un sueldo que apenas alcanzaba para cubrir lo básico. Lucía limpiaba casas por horas, aunque cada vez le salían menos trabajos. A veces, hacían cuentas hasta tarde, con una libreta llena de números y tachaduras, tratando de estirar los billetes que parecían encogerse cada mes. 

Una noche de invierno, mientras compartían una cena sencilla —pan con queso y un poco de café negro—, Tomás le dijo: 

—¿Sabes qué es lo raro? —mirándola con una sonrisa cansada— Que no cambiaría esta vida contigo por ninguna otra con más plata pero sin ti. 

Lucía se rió bajito, apoyando su cabeza en su hombro. 

—Ni yo. Aunque sí aceptaría una estufita más potente —bromeó, abrazándolo. 

No tenían casi nada, pero se tenían. Y eso era lo que más valoraban. Cada mañana, antes de salir al trabajo, Tomás le dejaba una nota en la mesa. A veces solo era un “te amo”, otras veces un dibujo torpe de un corazón o un chiste tonto. Lucía los coleccionaba en una cajita que guardaba bajo la cama. 

Los fines de semana eran su pequeño escape. No podían pagar salidas caras, así que caminaban. Caminaban por los parques, por las ferias, por los barrios más lindos de la ciudad donde se imaginaban cómo sería vivir en una casa con jardín. Se sentaban en una plaza, compartían un helado, y soñaban despiertos. 

—Un día, amor, vamos a tener nuestra casa con perritos y una cocina grande donde puedas hacer tus galletas —le decía Tomás, apretándole la mano. 

—Y tú vas a tener tu taller, con todas tus herramientas, y no tendrás que trabajar para nadie —le respondía ella. 

No sabían si ese “un día” llegaría, pero soñar no costaba nada. 

La vida, sin embargo, no se detenía. Los gastos crecían, y los trabajos se reducían. Hubo meses donde la electricidad estuvo al borde del corte, y el gas solo lo usaban para lo esencial. A veces, la cena era solo arroz con un poco de manteca. Pero aun así, ponían música en el celular y cenaban bailando. 

Una noche, después de una lluvia fuerte, el techo del baño comenzó a gotear. Lucía estaba frustrada, secando con toallas, mientras Tomás intentaba arreglarlo con un balde y cinta adhesiva. 

—Esto parece una comedia de las malas —dijo ella, empapada. 

—Sí, pero al menos estamos juntos en el desastre —contestó él, dándole un beso en la frente mojada. 

Los vecinos los querían. No porque tuvieran mucho, sino por su calidez. Siempre saludaban con una sonrisa, ayudaban cuando podían, y compartían lo poco que tenían. Cuando a doña Esther, la señora del 3°B, se le enfermó el gato, Lucía la acompañó al veterinario. Cuando Tomás necesitó una escalera, Pedro del 2°A se la prestó sin pensarlo. A veces, la riqueza está en los lazos humanos. 

Un día, Lucía recibió una oferta para trabajar en una pequeña panadería. No pagaban mucho, pero era un ingreso fijo. Y lo mejor: podía llevar pan a casa al final del día. El primer día que llegó con una bolsa llena de facturas, lo celebraron como si fuera Navidad. 

—Hoy cenamos como reyes —dijo Tomás, alzando una medialuna como si fuera una copa. 

Y en efecto, esa noche, entre risas, migas de pan y café tibio, se sintieron los más ricos del mundo. 

Pasaron los años. La situación mejoró poco a poco. No de golpe, pero sí con constancia. Cambiaron de barrio, arreglaron sus cosas, y hasta pudieron adoptar a un perro callejero al que llamaron “Chance”. 

Pero nunca olvidaron esos días difíciles. Porque en medio de todo, aprendieron una verdad que el dinero no compra: que la felicidad no siempre viene en forma de cosas, sino de momentos compartidos, de manos que no te sueltan, y de saber que, pase lo que pase, uno tiene un hogar en el corazón del otro.