El pueblo de Belén de Umbría era pequeño, con calles limpias y casas de colores muy llamativos. Allí vivía Mateo, un niño de doce años que aún no conocía el lado oscuro del mundo. Iba a la escuela por las mañanas, ayudaba a su padre en las tardes en el taller, y por las noches se dormía en casa para seguir al otro día con lo mismo.
Mateo no tenía muchos amigos. Siempre fue callado, de esos que prefieren observar y analizar a las demás personas. Su madre se había ido a vivir a la
ciudad y su papá trabajaba en un taller de motos. Una tarde cualquiera, después del colegio, Mateo conoció a Santiago, un joven de
diecisiete años que siempre estaba jugando fútbol. Santiago era distinto: tenía mucha confianza en sí mismo y una forma de hablar que enganchaba a las
personas. Era popular, tenía motos, novias, amigos y mucho dinero.
—¿Vos sos el niño que vive con el papá en la casa de dos pisos en la plaza, cierto? —le dijo un día, mientras Mateo miraba un partido desde las gradas.
Mateo asintió, sin saber qué decir. Santiago empezó a acercarse más. Le compraba bombones, lo llevaba en moto a todas partes, lo invitaba a su casa.
Mateo, que nunca había tenido una figura de hermano mayor, empezó a verlo como alguien especial. Lo admiraba. Y aunque no entendía muchas cosas, le
gustaba estar con él. Lo hacía sentir importante.
Un día, Santiago lo invitó a su habitación. Su casa se mantenía sola porque su papá trabajaba en Pereira y él vivía con un tío que no aparecía mucho. El cuarto
estaba lleno de dinosaurios, ropa amontonada y un olor extraño que Mateo no conocía. Ese día, las cosas cambiaron.
Mateo no entendía nada de lo que estaba pasando. Solo sabía que era su primera vez, tenía mucho miedo y un dolor en el pecho. Todo fue extraño, silencioso,
rápido. No hubo explicaciones, ni palabras dulces, ni caricias. Solo una sensación de vacío. Al otro día Mateo no fue al colegio. Se quedó en casa con un nudo en el estómago.
Pasaron los días. Santiago ya ni lo buscaba, y cuando lo veía en la calle, apenas lo miraba, como si nada hubiera pasado. Mateo intentó volver a su vida cotidiana, pero se sentía sucio y vacío. No podía dormir, no podía concentrarse. Su padre empezó a notarlo.
—¿Qué tienes, hijo? ¿Te duele algo? —le preguntaba él, preocupado.
—Nada. Solo estoy cansado.
Pero no era solo cansancio. A las semanas, Mateo empezó a enfermarse. Le daba fiebre, dolor de cabeza, mareos. El padre lo llevó al hospital del pueblo. Allí, entre análisis y preguntas, una doctora se le acercó con una dura verdad.
—Mateo, tenemos que hablar de algo muy importante.
Él la miró sin decir nada, como siempre.
—Tu examen salió positivo. Tienes VIH.
Mateo no entendió al principio. Solo vio cómo la cara de su padre se puso roja de rabia y confusión. La doctora habló y trató de explicarle, pero Mateo no escuchó casi nada. Todo lo que había vivido en los últimos días tomó sentido. La culpa, la vergüenza, el miedo. Todo se le vino encima.
En el pueblo se empezó a hablar del VIH que tenía Mateo. Aunque los doctores juraban confidencialidad, siempre había alguien que escuchaba más de la cuenta. Y en el hospital San José, los secretos no duran mucho. Mateo empezó a notar que todo el mundo lo miraba y lo señalaba.
Ya no lo dejaban jugar con otros niños. En el colegio, algunos profesores lo miraban con lástima, y otros con distancia. El padre intentaba protegerlo, pero no podía hacer mucho.
Mateo dejó de salir. Se encerró en su cuarto, no abría las ventanas cuando había muchas personas en la calle y solo salía para las citas médicas. Comenzó un tratamiento con pastillas que debía tomar todos los días. A veces lloraba, otras veces se quedaba horas mirándose en el espejo, tratando de entender lo que pasaba.
Una tarde, su padre se sentó a su lado y le tomó la mano.
—Hijo, esto no es tu culpa. Usted es un niño bueno. Lo que te pasó no lo merecías, pero vas a salir adelante.
Mateo no respondió, pero esa noche durmió un poco mejor.
Pasaron los meses. Mateo aprendió a vivir con el VIH. No se volvió fuerte de un día para otro, pero cada vez fue encontrando formas de resistir. A veces hablaba
con una psicóloga que lo ayudaba a entender lo que había pasado.
Santiago había desaparecido del pueblo. Decían que se había ido a otra ciudad; otros, que estaba en problemas. Mateo nunca supo más de él. Y aunque a veces
sentía rabia, más que todo sentía tristeza, como si le hubieran robado una parte de su vida.
Cuando cumplió los 13, ya había enfrentado la realidad. Sabía más sobre el mundo y las personas que lo rodean, consiguió nuevos amigos y ya no estaba tan solo. Aunque no podía negar que pensaba en Santiago, ya no le afectaba tanto como antes.
(Basado en hechos reales)