El último trago del destino

Autor: Cuyabro del Otún ( Juan David Cifuentes Cardona)

¿Te has preguntado a qué sabe lo amargo? ¡Caray! Fue la pregunta que cierto día un niño me hizo justo cuando disfrutaba un delicioso helado de limón. Sí, limón… esa pequeña y redonda fruta cítrica que para muchos es un castigo del destino, para mí es un manjar, sobre todo si le agregamos sal y pimienta. ¿Amargo? Tal vez para algunos, pero para mí, un auténtico placer de la vida.

La curiosa pregunta del niño me llevó a un viaje dentro de mis pensamientos. ¿Por qué existe la amargura? Si vamos al caso, el café también es amargo, pero nos llena de energía y hasta nos hace felices. ¿Será que lo amargo no es tan malo, sino solo cuestión de perspectiva? Me senté en una silla, llevé mi mano a la barbilla y la froté de un lado a otro, como si ese gesto pudiera sacudir mis ideas. Y entonces, un pensamiento repentino cruzó mi mente: la desilusión. Esa sí que es verdaderamente amarga, sin importar cómo la sirvas.

–Toc, toc, toc.

Tres golpes en la puerta interrumpieron mis pensamientos. Me levanté y tiré del pomo, sintiendo el chirrido largo y desgastado de la madera vieja. Era el compadre Armando, que venía risueño después de jornalear. Me sorprendió su alegría, pues siempre tenía cara de tristeza y queja.

—¿Y a ti qué te pasa? —le pregunté, extrañado.

—¡Antonio, a que no sabes qué me pasó hoy! —exclamó con euforia—. El patrón me ascendió a administrador de finca y bienes.

El compadre llevaba años tratando de convencer a aquel viejo avaro y tacaño de que lo pusiera a hacer otra cosa, argumentando su fidelidad y lealtad. Hoy, por fin, lo había logrado. Para celebrarlo, se compró una botella de tequila. Yo busqué unas copas y corté unos limones, y entre rancheras, vallenatos, canciones de despecho y algunas baladas, festejamos aquella hazaña.

¡Ah, se me olvidaba! —exclamó —. Me gané una rifa de dos millones quinientos.

Reímos y brindamos. ¡Salud!

Las horas pasaron entre tragos y carcajadas hasta que, de pronto, el compadre sacó de su carriel una baraja de cartas y me desafió:

—¡Juguemos! Pero con una condición: si tú ganas, te entrego mi dinero y mi hacienda, pero si pierdes, serás mi servidor por el resto de tu vida.

Lo miré incrédulo.

—¡Qué disparate estás diciendo! ¿Te ha hecho mal ese trago?

—¡Hoy me siento un ganador!

—exclamó con una seguridad absurda—. El universo brilla a
mi favor.

Con cierto temor, acepté su petición. Revolvió las cartas, repartió y, entre tragos, jugamos. No bastaron ni tres jugadas para darme cuenta de que iba perdiendo. Entre carcajadas, me recordó que me despidiera de mi felicidad.

Respiré hondo y, sin dudar, solté la última carta. Un silencio profundo se apoderó del recinto, la música de fondo seguía, pero sonaba lejana, como si también estuviera en suspenso.

De repente, el teléfono de mi compadre sonó.

“Llamada entrante: Patrón.”

Atendió, y con una expresión de asombro en su rostro, escuchó la noticia. “Ya no hay oferta.” Y colgó.

Antes de que pudiera reaccionar, el teléfono sonó de nuevo. Esta vez, un mensaje de WhatsApp iluminó la pantalla:

“Te dejo cariño. Suerte en tu vida.”

El compadre quedó más tieso que lagarto enyesado.

—¿Compadre? —dije, pero no respondió.

De inmediato, se desplomó a mis pies, la copa aún en la mano y la desilusión dibujada en su rostro. En ese momento recordé un viejo fragmento de Cortázar sobre unas instrucciones para llorar, de repente se me vino una afirmación a la cabeza ¿Si existen unas instrucciones para llorar, por qué no imaginar unas instrucciones para una derrota? Y pensé:

“Instrucciones para sentir una derrota”

oja aire. Llénese los pulmones con la ilusión que tuvo hace unos minutos. Sienta el vértigo. Mire cómo todo lo que creía seguro se desploma ante sus ojos. Levante la copa. Llévela hasta su boca, saboree el momento… si es que aún tiene gusto. Mire a su alrededor. Reconozca que la derrota nunca llega sola. Acepte la caída. Porque solo cuando se toca fondo se puede decidir si se sigue allí o se intenta salir.

Lo miré ahí, en el suelo. Traté de despertarlo.

—Compadre, compadre, ¿estás bien?

Nada. Solo un murmullo entrecortado. Me incliné para escuchar mejor y, con su último aliento de dignidad, susurró una sola pregunta:

—Antonio… ¿será que todavía me queda tequila?

Y ahí lo supe. Lo amargo no es el trago, ni el limón, ni la derrota… lo amargo es darse cuenta demasiado tarde de que la vida, igual que el tequila, hay que saber tomarla con calma.

Le serví otro trago, levanté mi copa y dije con una sonrisa torcida:


—¡Salud, compadre! A ver si ahora el destino nos deja tomar aire antes del siguiente golpe.