El atardecer caía sobre las montañas antioqueñas de 1916, terminada mi jornada escolar emprendí mi camino a casa, el cual estaba rodeado de floridos cafetales y montes llenos de vida. Recuerdo que pensaba en cuanto me indignaba el gusto por la cacería, de los demás pobladores, lastimando nuestra hermosa fauna.
Ya estando cerca a mi casa noté mucho silencio que no era habitual, ya que mi madre solía llenar el ambiente, cantando hermosas melodías que alegraban la tarde de quien la escuchaba. Al estar cerca de la entrada de mi casa, un mal presentimiento se apoderó de mi pensamiento.
El silencio era ensordecedor, parecía como si la naturaleza contuviera la respiración, como si el mundo se detuviera y solo quedara inquietud. Con el corazón latiendo con fuerza decidí empujar la puerta entreabierta de mi casa. El sonido desagradable proveniente de las viejas y oxidadas bisagras rompió el profundo silencio que llenaba el lugar, el ruido de mis pisadas sobre la antigua madera aumentaba mi temor.
Con la voz temblorosa y armándome de valor llamé a mi madre, pero no obtuve respuesta. Comencé a recorrer mi casa, buscando comprender lo que estaba sucediendo. Me acerqué a la cocina y noté como las sillas y el comedor de madera estaban tumbados en el suelo, a su lado un par de cuchillos tirados y un plato roto, aumentaban el horror de esta terrible escena.
Sentí como la angustia invadía mi cuerpo y grité con fuerza, fue en ese momento que mi madre me llamó con una voz casi apagada, seguida de un llanto suave que venía desde el otro extremo de mi casa. Corrí siguiendo el leve sonido de su voz y en la entrada de su cuarto la hallé, con su rostro tan pálido como el papel y sus ojos llenos de lágrimas, con una tristeza tan profunda que dolía de solo verla.
A su lado estaba mi padre intentando darle consuelo, pero este también se notaba preocupado. Pregunté qué sucedía, mi madre reunió sus fuerzas para mirarme y en un susurro tembloroso y desgarrador me dijo: “han capturado a tu hermano… Lo han llevado a la montaña”. El peso de la tristeza y la impotencia se instalaron en mi corazón. Ya no era un mal presentimiento o una inquietud; ahora se trataba de una realidad aterradora que deberíamos afrontar. Pero ¿Cómo superar este dolor?
Esa noche no conciliamos el sueño, pensando en qué debíamos hacer, luego de plantear ideas con toda la familia, decidimos abandonar lo que creíamos que era nuestra tierra. Era triste abandonar nuestro hogar, ya que de esta manera también dejaríamos a mi hermano. Sin embargo, ese día se lo llevaron a él, pero luego podría ser otro miembro de nuestra familia y eso no lo volveríamos a permitir.
Empacamos lo que pudimos, elegimos lo necesario y lo guardamos en costales de café. Estos los montamos encima de las dos mulas que teníamos, preparamos comida y al amanecer partimos sin un rumbo fijo, dejando nuestro corazón tras nosotros.
Poco a poco nos alejábamos de lo que considerábamos nuestro hogar. Éramos un grupo de 15 personas buscando un nuevo lugar para vivir a causa de la violencia.
Seguimos un antiguo camino que nos llevaba al suroeste de nuestro país, donde quizás podríamos encontrar una nueva oportunidad. La travesía se convirtió en una verdadera pesadilla llena de silencio y angustia. No era fácil encontrar un nuevo lugar al cual llamar “hogar”.
El sol ya se ocultaba a través de las verdes montañas y el ruido de los grillos acompañaba nuestro andar, así que decidimos pasar la noche a la orilla del camino. Improvisamos un techo de hojas, tendimos nuestro colchón en el suelo, hicimos una fogata y nos reunimos a cenar. Ese momento impactó con fuerza en mi ser, sentía en mi interior la angustia de no saber cómo se encontraba mi hermano, pero también pude sentir como nunca la gratitud de recibir un plato de comida, tras el largo y difícil camino que estábamos recorriendo.
Esa noche hubo mucho silencio, mis padres no durmieron, ni siquiera comieron, se sentían muy mal por no haber impedido que se llevaran a mi hermano. Al amanecer recogimos todo y sin comer nada, partimos nuevamente por tal camino. Esta vez nos encontramos cansados de tal modo que nosotros, los más pequeños no podíamos caminar más, así que nos metieron en costales y nos subieron al costado de las mulas, esto nos dio un poco de alivio para continuar con el trayecto.
Más adelante nos percatamos de que ya no teníamos carne y los demás alimentos comenzaban a escasear. Sentíamos angustia, pues aún no encontrábamos un lugar adecuado para establecernos. En el camino recolectamos algunos frutos que nos brindó la hermosa naturaleza y gracias a estos pudimos seguir con ánimos y esperanza. Al anochecer ya no teníamos más carne, por lo que nos vimos en la obligación de recurrir a la casería. Este fue un momento de reflexión ya que nosotros criticábamos la persecución de animales silvestres para la alimentación y ahora era la única opción que teníamos para conservar la fuerza que el arduo camino exigía. De aquella cacería dependía nuestra supervivencia.
Esa noche improvisamos nuevamente un lugar para dormir, pero no tuvimos mucha suerte con la caza. Así que consumimos los alimentos que nos quedaban, conciliamos el sueño y al día siguiente, de madrugada, logramos cazar un par de guatines, los preparamos para el desayuno y continuamos con nuestro trayecto.
Alrededor del mediodía atravesamos un par de colinas que nos llevaron a un paraíso que nos cautivó, el lugar estaba rodeado por muchas montañas verdes, la cantidad de fauna y flora que observamos era increíble. Todo era tan encantador como acogedor. Era un sueño casi irreal ver sus paisajes, su clima y las demás riquezas de esa tierra. Pero lo que más me impresionó de tal lugar, fue su población, que a pesar de ser poca, nos brindó un espacio para construir un nuevo hogar, en aquel municipio llamado Belén de Umbría.